Cada semana, espero que estas simples palabras les ayuden a encontrar paz y felicidad. Ya sea que vayan enfrentando sus temores, alivien el estrés y la ansiedad o lleguen a un punto de aceptación radical de uno mismo,
les ofrezco un espacio en el cual puedan tomar una pausa, respirar profundamente y fortalecer corazón y alma.
Bendiciones,
Tara

jueves, 15 de mayo de 2014

Orando con Presencia Parte I

Foto cortesía de Paul Bica
En momentos de desesperación, no importa lo que creamos, todos pedimos ayuda a alguien o algo en forma de oración. Quizás lo hacemos buscando alivio de una migraña, para ser elegidos en una posición laboral, o quizás rezamos para encontrar la sabiduría necesaria para guiar a nuestro hijo en tiempos difíciles.  Tal vez solamente susurramos, “por favor, por favor,” y sentimos que le estamos pidiendo  ayuda al “universo.” Cuando nos sentimos desconectados y tenemos miedo, anhelamos el confort y la paz que viene de saber que pertenecemos a algo más grande y más poderoso.  Sin embargo, ¿exactamente a quién le estamos orando?

Yo crecí en la Iglesia Unitaria, y recuerdo como solíamos hacer chistes y nos preguntábamos a quién teníamos que dirigir nuestras oraciones, quizás “A quien corresponda.” Los que seguimos el camino del Buda tal vez deberíamos hacernos  la misma pregunta. Aquellos que estudian el Budismo por lo general relacionan la acción de orar con los cristianos y otras religiones cuyo centro es Dios.  Implorar a alguien o algo más grande que nuestro pequeño y temeroso ser parece reforzar la noción de un ser separado y que desea pedir. Sin embargo, mientras que la oración sugiere un dualismo entre el yo y otro. En mi experiencia, el hecho de habitar plenamente nuestro deseo, nos puede llevar a una tierna y piadosa  presencia, que resulta ser nuestra propia naturaleza iluminada.   

Hace unos años yo tuve una decepción amorosa. Me había enamorado de un hombre que vivía a 2000 millas de distancia, al otro lado del país. A raíz de las diferencias que existían con respecto al tipo de familia que queríamos tener y donde queríamos vivir, decidimos terminar la relación. La pérdida fue devastadora. Por varias semanas yo vivía obsesionada con él; lloraba y sentía una tremenda pena. Dejé de escuchar la radio porque las canciones de rock me llevaban a las lágrimas. Evitaba las películas románticas. Casi ni hablaba con mis amigos sobre él porque con el solo hecho de decir su nombre en voz alta, la herida volvía a abrirse.  

Acepté el proceso de duelo el primer mes pero, a medida que pasaba el tiempo,  me comencé a sentir avergonzada de tener un sentimiento de desolación tan grande y dominante. Además, sentía que había algo malo en sentirme tan destruida. El seguía con su vida, salía con otras mujeres. ¿Por qué yo no podía hacer lo mismo?  Intenté  despertarme de las historias que yo había creado. Traté conscientemente de dejar que el dolor pasara, pero yo permanecía prisionera de sentimientos de anhelo y pérdida. Me sentía más insoportablemente sola de lo que nunca me había sentido.

En el cuarto donde yo practico meditación, tengo una pintura de un pergamino tibetano (llamado thanka) de la bodhisattva de compasión.  Conocida como Tara en el Tíbet y Kwan Yin en China, ella es la encarnación de la curación y la compasión.  Se dice que Kwan Yin oye los gemidos de este mundo que sufre y responde con un corazón tembloroso. Una mañana, después de un mes de mi colapso emocional, al sentarme en frente del thanka , comencé a orar al Kwan Yin.  Me sentí aplastada e inútil. Las palabras de Rilke resonaban en mi cabeza profundamente:
“Deseo con todo mi corazón que me sostengas en las grandes manos de tu corazón. Oh deja que me lleven ahora. En ellas deposito estos fragmentos, mi vida……..”
Yo quería ser sostenida por el abrazo compasivo de Kwan Yin.

Por unos días le oré a Kwan Yin y realmente encontré algo de confort al sentir su presencia. Pero una mañana llegué a mi límite. ¿Qué estaba yo haciendo?  Mi continuo ritual de sentir dolor y orar y llorar y detestar mi sufrimiento no me estaba conduciendo a una curación.  De repente, Kwan Yin me pareció una idea que yo había creado para encontrar alivio. Y aun así, sin tenerla a ella como un refugio, me encontraba sin nadie a quien acudir, nada en que sostenerme, sin salida de este pozo vacío de dolor. Lo que era más intolerable era que el sufrimiento parecía interminable y sin propósito alguno. 
Aunque parecía otra noción idealista, recordé que a veces, en mi práctica budista, yo había experimentado con el sufrimiento como la puerta al despertar de mi corazón. Recordé que cuando yo había permanecido presente con el dolor en el pasado, sin duda algo había cambiado. Me encontraba más abierta a una conciencia plena y bondadosa.  Es entonces que me di cuenta de que necesitaba dejar de luchar contra mi pena y mi  soledad, sin importarme lo horrible que me estaba sintiendo o por cuánto tiempo más iba a continuar. Solo al experimentar el dolor plenamente podría entregarle “estos fragmentos de mi vida” a la infinita compasión de Kwan Yin. 

Recordé la aspiración del bodhisattva: “Que este sufrimiento sirva para despertar compasión” y comencé a susurrarlo con mi voz interior. Al repetir esa oración una y otra vez, podía sentir que mi voz interior perdía desesperación, era más sincera.  Yo oraba no por alivio, sino por la curación y la libertad que naturalmente aparece cuando nos abrimos a los lugares heridos y rotos dentro de nosotros. Fue en el momento en que me dejé penetrar en oración a esa profundidad de sufrimiento que el cambio comenzó.


Ahora yo apenas podía tolerar el intenso dolor de la separación. No anhelaba una persona en particular, lo que anhelaba era el amor. Deseaba pertenecer a algo más grande que mi soledad. Cuanto más podía sentir el vacío que me carcomía, en vez de resistirlo o luchar contra él, más profundamente me abría a mi deseo de mi amado. Al estar inmersa en ese deseo, la dulce presencia de la compasión se manifestó.  En forma muy clara pude percibir a Kwan Yin como un campo radiante de compasión  abrigando mi ser herido y vulnerable. Al entregarme a su presencia, mi cuerpo comenzó a llenarse de luz. Yo vibraba con un amor que cubría el mundo entero – cubría  mi respiración, el cantar de los pájaros, la humedad de las lágrimas y el cielo infinito. Disolviéndome en esa cálida y brillante inmensidad, yo ya no sentía ninguna distinción entre mi corazón y el corazón de Kwan Yin. Lo único que restaba era una enorme ternura  con un tinte de tristeza. El Ser Amado compasivo al que había estado buscando  “afuera” era en realidad mi propio ser iluminado.

© Tara Brach

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Traducción del inglés Praying From Presence Part I

martes, 25 de febrero de 2014

Quitando las manos de los controles

Foto cortesía de Kalliope Kokolis

Como organismos vivos preocupados por nuestra supervivencia, estamos naturalmente equipados para manejar nuestras vidas con el objetivo de crear más placer y menos dolor para nosotros mismos. Sin embargo, muchas cosas están completamente fuera de nuestro control – el envejecimiento, la enfermedad, la muerte, personas que mueren, otras personas que actúan de manera que no nos gusta, nuestros propios estados de ánimo y nuestras emociones… todo está fuera de nuestras manos.

Aun así, cuando este hábito automático de controlar se hace cargo, cuando toda nuestra identidad está en  el personaje del Controlador, estamos alejados de las cualidades de presencia, frescura, y espontaneidad; perdemos la capacidad de responder desde un lugar más sabio y compasivo.

Puedes haber notado esto en tu propia vida. Por ejemplo, cuando estás con otra persona y te estás sintiendo ansioso, observa al Controlador en ti que está tratando de ser experimentado de determinada manera. Puedes notar que cuanto más inseguro te sientes, más entra en acción el Controlador.

Todos tenemos nuestra manera diferente de convertirnos en el Controlador. A veces tratamos de controlar enmarcando o presentando las cosas de una cierta manera para provocar una determinada respuesta. Algunos de nosotros controlamos retirándonos. Por ejemplo, podemos encontrarnos a nosotros mismos pensando, “Ok, si me vas a tratar de esta manera, entonces me voy a retirar.”

Otra manera en que controlamos es por retrayéndonos en nosotros mismos, cerrándonos. Un entrenador de fútbol habla acerca del intercambio con un ex-jugador: “Le dije, ¿Qué pasa contigo? ¿Es ignorancia o apatía?” El jugador dijo, “Entrenador, no sé, y no me importa.”

También tratamos de controlar preocupándonos. Es completamente ineficaz, pero es lo que hacemos. Nos preocupamos y nos obsesionamos, pensamos y planificamos.

Sin embargo querer controlar las cosas es una parte natural de nuestra biología. La pregunta es: ¿lo hacemos de una manera que causa que nuestra identidad esté completamente envuelta en ello? A menudo, cuando tratamos de controlar todo, tendemos a encerrarnos en una experiencia de nosotros mismos como un ser apretado, egoísta, y perdemos la visión de quiénes somos realmente.

En su libro Lo que hay que tener / Elegidos para la gloria, Tom Wolfe describe cómo, en la década de 1950, unos pocos pilotos altamente entrenados estaban intentando volar a altitudes mayores a las que jamás se habían logrado. Los primeros pilotos para enfrentar este desafío respondieron frenéticamente tratando de estabilizar sus aviones cuando perdían control. Podían aplicar corrección tras corrección; sin embargo, como estaban fuera de la atmósfera terrestre, las reglas de la termodinámica ya no se aplicaban, entonces los aviones simplemente se volvían locos. Cuanto más furiosamente manipulaban los controles, más salvajes eran los recorridos. Gritando impotentes a la torre de control, “¿Qué hago ahora?” los pilotos se sumergían en su muerte.

Este drama trágico ocurrió varias veces hasta que uno de los pilotos, Chuck Yeager, inadvertidamente se topó con una solución. Cuando el avión empezó a caer, Yeager fue lanzado violentamente dentro de la cabina y se desmayó. Inconscientemente, se precipitó a tierra. Siete millas después, el avión reingresó a la densa atmósfera del planeta donde las estrategias estándares de navegación se podían implementar. Estabilizó el avión y aterrizó. Al hacerlo, había descubierto la única respuesta posible para salvar vidas en esta situación desesperada: no hagas nada. Quita las manos de los controles.

Es exactamente lo mismo con nosotros. Como escribió Wolfe, “Es la única solución que tenía. Quitar las manos de los controles.”

Con suerte, puedes evitar estar inconsciente para descubrir esta verdad! Lo que puedes hacer es empezar a notar cada vez que de alguna manera te has convertido en el Controlador, y simplemente hacer una pausa, observar qué está sucediendo, y preguntarte, “¿Cómo es esto?” ¿Cómo se siente mi cuerpo? ¿Mi corazón? ¿Cómo está mi mente? ¿Hay algún espacio? ¿Me gusto a mí mismo cuando me identifico como el Controlador?”

Esta pausa ofrece la posibilidad de una nueva elección. Te puedes preguntar, “¿Qué pasaría si sólo saco mis manos del control un poco? ¿Qué pasaría si simplemente prestara atención al momento presente, a la experiencia de estar aquí y ahora?”

Mientras lentamente comienzas a sacar las manos de los controles, es importante tener compasión a lo que sea que surja, ya que, detrás de la acción de controlar a menudo está la ansiedad, el miedo, y a veces hasta pánico. Puede incluso ayudar llevarte una mano al corazón, respirar con ella, y sentir que su contacto está ofreciendo un acto de bondad y amor a esa inseguridad.

La próxima vez que te encuentres de alguna manera tratando desesperadamente de aterrizar a salvo, tu compasión puede ser lo que finalmente te brinde el coraje necesario para soltar los controles. Al hacerlo, puedes descubrir que cada vez que   sueltas los controles, se vuelve más y más fácil volver a entrar en la atmósfera de tu propia vitalidad. Gradualmente llegarás a casa al flujo de tu propia presencia viviente, al calor y al espacio de tu corazón despierto.

© Tara Brach

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Traducción del inglés: Taking Your Hands Off the Controls




jueves, 6 de febrero de 2014

Un Regalo para el Alma: El Espacio de Presencia

Para muchos de nosotros esta es una temporada donde se siente que vamos más y más rápido. Todo es una carrera, con semestres escolares, terminando compromisos de trabajo, entrando en las fiestas; las corrientes de la vida están a toda velocidad.
Dada la época del año, un alumno entró en un período de estrés intenso resultante de un ciclo de clases, estudiar, trabajar y poco sueño. No se dio cuenta de cuánto tiempo había olvidado escribir a casa hasta que recibió la siguiente nota:
Querido hijo, Tu madre y yo disfrutamos tu última carta. Por supuesto, éramos mucho más jóvenes entonces y más impresionables. Amor, Papá
Como sabes, no son sólo los estudiantes. Hace unos meses, una amiga describió  este estado de ajetreo mientras se preparaba para trataba de llevar a su hija al colegio. Ella estaba ocupada arreglando preparando las cosas mientras su hija trataba de mostrarle algo. Cada vez que su hija la llamaba ella decía, “Sólo espera un momento. Estaré allí en un segundo.” Después de varias rondas de esto, la pequeña de cuatro años salió de su habitación cansada de esperar. Le dijo a su madre, con las manos en las caderas:
“¿Por qué siempre estás tan ocupada? ¿Cómo te llamas? ¿Presidente O´mama o algo así?”
Junto con la velocidad tenemos la sensación de que no hay suficiente tiempo. Es interesante observar con qué frecuencia vivimos con esa percepción. Generalmente se acompaña de una pizca de ansiedad: “No voy a estar preparado,” y una cadena de inseguridades. “Hay algo a la vuelta de la esquina que no voy  a poder resolver va a ser demasiado,” “Voy a quedarme corto,” “No voy a poder hacer algo crítico.” Hay una sensación de estar en camino a otro lugar y lo de este momento no es importante y no lo que está aquí y ahora. Estamos tratando de llegar a un momento en el futuro cuando finalmente hayamos hecho todo en nuestra lista de tareas y podamos descansar. Mientras esta sea nuestra costumbre, estaremos en una carrera perpetua hacia el final de nuestra vida. Estamos rozando la superficie, incapaces de arribar a nuestra vida.
Thomas Merton describe el apuro y la presión de la vida moderna como una forma de violencia contemporánea. Dice:
“…rendirse a demasiadas exigencias, a demasiadas preocupaciones, es sucumbir a la violencia.”
Cuando nos apresuramos, violamos nuestros propios ritmos naturales de una manera que no nos permite escuchar nuestra vida interior y estar en un campo de resonancia con otros. Nos volvemos tensos. Nos achicamos. Anulamos nuestra capacidad de apreciar la belleza, de celebrar, de servir a otros desde el corazón.

Nuestra práctica de meditación de atención plena nos ofrece la oportunidad de hacer una pausa y redescubrir el espacio de presencia. Cuando dejamos de apresurarnos para llegar al futuro y nos abrimos a lo que está aquí, vamos a notar un cambio radical en nuestra experiencia de estar vivos. A medida que tocamos este espacio del aquí y ahora accedemos a una sabiduría, a un amor y a una creatividad que no están disponibles cuando estamos en camino a otro lugar. Nos sentimos en nuestra íntima morada, en nuestra vitalidad y nuestro espíritu.
© Tara Brach

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lunes, 27 de enero de 2014

Alegría poco frecuente y preciada




Cuando hablo con la gente acerca de cuánto experimentan la alegría, la mayoría dice, “No tanto”. La alegría no es un visitante frecuente, y cuando aparece, es fugaz.

La alegría surge cuando estamos abiertos a la belleza y al sufrimiento inherentes a la vida. Como un gran cielo que incluye todos los diferentes tipos de clima, la alegría es una cualidad expansiva de presencia. Dice “Sí a la vida, pase lo que pase!”. Sin embargo, su escasa frecuencia nos permite conocer nuestra postura más habitual: resistir lo que está sucediendo, decir “No” a la vida que está aquí y ahora. Tendemos a anular nuestra capacidad innata para la alegría con nuestro diálogo interno incesante, nuestros intentos crónicos para evitar lo desagradable y de aferrarnos al placer. En lugar de alegría en el momento presente, tratamos de llegar a otro lugar, para experimentar algo que es mejor, diferente.

El gran escritor Francés, André Gide, dijo:
“Sepan que la alegría es más rara, más difícil y más bella que la tristeza. Una vez que hagas este importante descubrimiento, debes abrazar la alegría como una obligación moral.”

La alegría es una “obligación” porque es una expresión de nuestro potencial pleno. Solo si nos comprometemos a amar la vida, entramos plenamente en nuestra totalidad. Este compromiso significa que investigamos nuestras creencias limitantes acerca de nuestra propia bondad y valor. Significa que traemos conciencia plena a nuestros pensamientos discursivos y juicios. Y significa que desafiamos los valores de una cultura que está fijada en el crecimiento material, el consumismo, y la dominación de la naturaleza.

Hay una historia acerca de un joven monje que llega a un monasterio y es asignado para ayudar a otros monjes copiando los cánones y las leyes de la iglesia a mano. Se da cuenta que los monjes copian de copias. Va con el viejo abad para recalcar que si hubiera habido siquiera un pequeño error antes, nunca sería percibido. De hecho, el mismo continuaría en todas las copias posteriores. El abad dice, “Hemos copiado de copias por siglos, pero tienes tienes razón.” Entonces desciende a las bóvedas, en lo profundo de las cuevas debajo del monasterio donde los manuscritos originales han estado durante mucho tiempo, durante cientos de años. Las horas pasan. Nadie ve al viejo abad. Finalmente, el nuevo joven monje se preocupa mucho y baja las escaleras. Encuentra al viejo abad, golpeándose la cabeza contra la pared y llorando descontroladamente. Preocupado le pregunta, “Padre, padre, ¿qué sucede?” Y en una voz ahogada, el viejo abad responde, “La palabra era celebre! (no célibe).”

Cuando nos perdemos en conductas habituales –viviendo de acuerdo a las expectativas de otros, evitando riesgos, no cuestionando nuestras creencias- evitamos las oportunidades de celebrar la vida. La alegría sólo es posible si estás viviendo en tu cuerpo, con tus sentidos despiertos. Un entrenamiento que cultiva tu capacidad para la alegría es detenerte intencionalmente cuando tienes el mínimo brote de la sensación de “Ah… felicidad.” Cada vez que comienzas a sentir algún placer simple, a sentir algo que aprecias, detente. Se plenamente consciente de tu cuerpo, de la sensación y de estar vivo. Se consciente de tu corazón. Siente cómo es saborear plenamente la belleza de una hoja que cae, el calor de un abrazo, la tranquilidad al amanecer. No somos una cultura de saborear. Nos aferramos a nuestros placeres, pero no hacemos una pausa. No pasamos mucho tiempo con nuestros sentidos despiertos.

Observa qué sucede si te comprometes a amar la vida. Comienza por recordar hacer una pausa y saborear los placeres simples. Ten la intención de sostener suavemente las dificultades. Abre tu corazón a la vida de este momento y descubre que la alegría nunca está muy lejos.

© Tara Brach


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Traducción del inglés: Rare and Precious Joy 

jueves, 16 de enero de 2014

Desplegando las Alas de la Aceptación

Cuando nos vemos atrapados en el trance de no sentirnos válidos, no reconocemos claramente lo que está pasando dentro de nosotros, ni tampoco sentimos bondad hacia nosotros mismos. Nuestra auto-percepción está distorsionada y limitada, y nuestro corazón se siente endurecido hacia la vida. Al apoyarnos en la experiencia del momento presente—soltando nuestras historias y suavemente abrazando nuestro dolor o deseo—la Aceptación Radical empieza a desplegarse.

Las dos partes de la auténtica aceptación—ver claramente y abrazar nuestra experiencia con compasión—son tan interdependientes como las dos alas de un gran pájaro. Juntas, nos permiten volar y ser libres.

El ala de la visión clara se describe a menudo en la práctica budista como atención plena o mindfulness. Esta es la cualidad de conciencia que reconoce exactamente qué está ocurriendo en este momento. Cuando somos conscientes del miedo, nos damos cuenta de la velocidad con la cual tenemos pensamientos. Empezamos a notar que sentimos nuestro cuerpo rígido y tembloroso, el impulso a huir de nosotros mismos. La clave es reconocer todas estas experiencias sin tratar de manipularlas de ninguna manera, sin alejarnos sino observarlas con compasión.

La atención plena es incondicional y abierta. Nos permite estar con lo que surja, sea lo que sea, incluso si deseamos que el dolor se acabe o que podríamos estar hacienda otra cosa. Este deseo y este pensamiento se vuelven parte de lo que estamos aceptando. Como no estamos tratando de manipular nuestra experiencia, la atención plena nos permite ver la vida “tal como es. Este reconocimiento de la realidad de nuestra experiencia es intrínsico a la Aceptación Radical: No podemos aceptar honestamente una experiencia a menos que veamos claramente qué estamos aceptando.

La segunda ala de la Aceptación Radical, la compasión, es nuestra capacidad de relacionarnos de una manera tierna y comprensiva con lo que percibimos. En lugar de resistirnos a nuestras sensaciones de miedo o dolor, abrazamos nuestro dolor con la dulzura de una madre sosteniendo a su hijo. Más que juzgar o complacer nuestro deseo de atención, sexo o chocolate, vemos nuestro desespero con dulzura y cuidado. La compasión honra nuestra experiencia, nos permite tener una relación íntima, profunda, con la vida de este momento tal como es.

Las dos alas de la visión clara y de la compasión son inseparables; ambas son esenciales para liberarnos del trance. Las dos alas trabajan juntas, apoyándose mutuamente. Si somos rechazados por alguien que amamos, el trance de que “no valgo nada” o “no soy digno” puede atraparnos en un pensamiento obsesivo, culpando al que nos ha hecho daño, creyendo que nos dejaron plantados porque somos defectuosos. Puede que nos sintamos atrapados en una alternancia incansable entre una ira explosiva, un dolor desgarrador y vergüenza. Las dos alas de la Aceptación Radical nos liberan de este remolino de reacción. Nos ayudan a encontrar el equilibrio y la claridad que pueden ayudarnos a elegir que decimos o hacemos.

Si solo nos enfocáramos en el ala de la atención plena en nuestro proceso de Aceptación Radical, tendríamos una consciencia clara del dolor en nuestro corazón, del calor de la rabia en nuestra cara; podríamos ver claramente las historias que nos contamos a nosotros mismos- que somos una víctima, que siempre estaremos solos y sin amor.

Quizás también estaríamos agravando nuestro sufrimiento al enfadarnos con nosotros mismos por haber llegado a esta situación. Aquí es donde el ala de la compasión se une con la atención plena para crear una auténtica presencia sanadora. En lugar de rechazar o juzgar nuestra ira o nuestro abatimiento, la compasión nos permite estar presentes de manera suave y amable con nuestras heridas abiertas. De la misma manera, la atención plena equilibra la compasión. Si nuestra actitud de cuidado sentida desde el corazón empieza a convertirse en sentir lástima por uno mismo, dando lugar a otra historia- “lo hemos intentado con tanto esfuerzo pero no hemos conseguido lo que tanto queríamos” - la atención plena nos permite ver la trampa en la que estamos cayendo. Ambas alas juntas nos ayudan a permanecer en la experiencia del momento, tal como es.

Cuando hacemos esto, lo que empieza a suceder es que nos sentimos más libres, notamos que hay más de una opción, vemos con más claridad cómo queremos proceder. La Aceptación Radical nos ayuda a sanarnos y a continuar, libres de los hábitos inconscientes de autodesprecio y culpa.

Gradualmente, a medida que dejamos ir de  nuestras historias sobre “qué está mal con nosotros”, podemos empezar a sentir lo que realmente está ocurriendo con una atención clara y amable. Soltamos nuestros planes o fantasías y llegamos con las manos abiertas a la experiencia de este momento. Ya sea que sintamos placer o dolor, las alas de la aceptación nos permiten honrar y apreciar esta vida en constante cambio, tal como es.

Traducido de mi libro Radical Acceptance (2003)

© Tara Brach

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miércoles, 8 de enero de 2014

Un Gesto de Amabilidad

La próxima vez que te encuentres de mal humor o en un momento de auto-crítica, tómate un momento para detenerte y pregúntate a ti mismo, “¿Cuál es mi actitud hacia mí mismo ahora? ¿Me estoy juzgando? ¿Me estoy tratando con conciencia, afecto, y respeto?”

Normalmente, descubrirás que cuando te sientes ansioso, solo, o deprimido, también te estás criticando a ti mismo de alguna manera, y es esta corriente subconsciente, de sentirte deficiente o no merecedor, lo que te mantiene separado de tu propia vitalidad, así como de tu sentimiento de conexión con los demás.

El camino de sanación hacia el centro de tu ser, empieza con lo que yo llamo “un gesto de amabilidad.” Por ejemplo puedes poner tu mano en tu corazón—con calma y auto-compasión—y decirte: “Está bien, estoy aquí para apoyarte,”  “cuido de este sufrimiento,”  “lo siento y te amo”. A menudo, al reconocer que lo que nos sucede es parte de la vida y todo es pasajero podemos decir: “Esto, también.”

A veces, este gesto de amabilidad incluye decir “sí” a lo que sea que esté ocurriendo—el “sí” significa “Esto es lo que está ocurriendo, es como la vida es ahora mismo…está bien.” Aceptando el momento presente, nos detenemos tomando conciencia, para así poder actuar en vez de reaccionar.

Si realmente estás criticándote, también puedes decir: “Perdonado, perdonado.” No porque haya algo malo que perdonar, sino porque hay una auto-crítica de la cual hay que desprenderse.

Mientras te ofreces a ti mismo este gesto de amabilidad, toma algunos momentos para estar contigo mismo, para mantener tu propia compañía. Permite que surja a la superficie lo que requiera más atención, y siente que tú eres la presencia amorosa capaz de incluir y abrazar lo que está surgiendo.

Luego, mira si puedes ampliar tu atención, y date cuenta qué o quién más está presente en el espacio de tu corazón. Quizá ofrecerás intencionadamente un gesto de amabilidad a un amigo que lo está pasando mal, a un miembro de tu familia con una enfermedad, o a un adolescente sin confianza en si mismo. Es tan simple como decir en voz alta o mentalmente: “Espero que estés bien, que seas feliz, que la vida te llene de amor.”

A medida que continúes con la práctica de ofrecerte a ti mismo y a los demás este gesto de amabilidad, descubrirás que responder a la vida de esta manera se vuelve cada vez más espontánea y natural. De aquí un tiempo, la reconocerás como la expresión más auténtica de quien tú realmente eres.

© Tara Brach

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viernes, 27 de julio de 2012

Viviendo de todo corazón


Las personas más felices que conozco tienen algo en común: encaran la vida de todo corazón, ya sea que estén meditando, jugando o trabajando. Tienen la capacidad de dar de si mismos completamente en el momento presente.

A muchos de nosotros nos cuesta vivir la vida con este nivel de presencia. Aquí hay un ejemplo:

Se regala: un pequeño gato de color anaranjado acaramelado,  seis meses de edad, juguetón, amigable, ideal para una familia con niños o joven y guapo marido de 32 años, llevadero, gracioso, con buen trabajo pero no le gustan los gatos. Él o el gato se van. Llame a Jennifer y escoja uno de los dos.

¿Con cuánta frecuencia vemos que nuestras relaciones, en vez vivirlas con una presencia de amor, las afrontamos con la idea de cambiar a la otra persona o ser diferentes? ¿Cuán a menudo notamos que nuestras inseguridades no nos dejan ser espontáneos, francos, o dar todo nuestro corazón? Piensa en una relación importante en tu vida y pregúntate: ¿Qué se interpone entre mí y mi habilidad de estar completamente presente con esta persona? Observa que pensamientos te vienen a la mente: el miedo de no ser lo suficiente, el sentir de que no hay suficiente tiempo, el querer que las  cosas sean de una cierta manera.  

Este mismo tipo de condicionamiento se ve reflejado en todos los aspectos de nuestras vidas a tal punto que forma parte de la manera en la cual nuestros cerebros han ido evolucionando. Para sentirnos al mando necesitamos controlar las cosas. Tratamos de evadir las desilusiones y prevenir que las cosas nos salgan mal.

Si dejamos que este condicionamiento dirija nuestras acciones, nos perdemos gran parte de la vida. Carl Jung dijo: “Nada tiene mayor influencia sicológica, en nuestros círculos sociales, especialmente sobre nuestros niños, que la vida no vivida de los padres.” La vida no vivida se va acumulando en aquellos momentos en los cuales no vivimos de todo corazón, en los momentos en los cuales estamos ocupados, yendo de prisa o tratando de no sentir o evadir nuestros sentimientos. La vida no vivida también es producto de las relaciones personales en las cuales no nos permitimos llegar un nivel de intimidad en el cual reconocemos nuestras emociones. La vida no vivida es aquella pasión, sueño o aventura que no seguimos.  La vida no vivida ocurre como mecanismo de auto-protección contra el sufrimiento pero termina llevándonos al mismo.

Lo que yo me he dado cuenta, al conversar con otras personas, es que para poder vivir de todo corazón uno necesita estar dispuesto a dejar de controlar. Al dejar ir de nuestra manera típica de aferrarnos y protegernos nos liberamos a poder expresarnos con vitalidad, creatividad y amor.

Si es que experimentamos con la idea de dejar ir del control, si nos proponemos a vivir de todo corazón, nuestro ser se expande. De esta manera vamos descubriendo el cariño y curiosidad innatos que nos llevan a entregarnos completamente al presente momento a momento. En vez que correr a la meta final, escogemos, de todo corazón, estar aquí para nuestra vida.      

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